Hace dos años escribí este relato para un concurso, que al final decidí no presentar. Hoy lo comparto en este pequeño rincón.
¿CÓMO ERA LA ESCUELA CUANDO TÚ ERAS PEQUEÑA?
―¿Cómo era la escuela cuando tú eras pequeña? ―Preguntó Susana. Mientras tanto, Carlos, el pequeño de la casa, esperaba impaciente por escuchar otra de las emocionantes historias de su abuela Juana. ―¿Sabéis cuál es la casa de Manola y Flores? Esa era mi escuela. ―¡Pero si es muy pequeña! ―Exclamó Carlos. Lo cierto es que, todo, en el pueblo, les parecía pequeño.
―Es verdad. Era pequeña. Pero yo fui poco a la escuela. Desde muy niña tuve que ayudar en casa y trabajar en las labores del campo. Recuerdo que con solo siete años, Agustín, Concha y yo íbamos con Rosalinde, la burra, al río a recoger agua para beber y para limpiar, o al bosque a por leña para poder poner la lumbre y hacer la comida. También íbamos con Rosalinde a Cantimbera, ¡veníamos tan contentos cuando la abuela nos daba la colación! ―¿La “colaqué”? ―Dijo Susana extrañada, mientras apuntaba la nueva palabra en el envoltorio del polvorón que se acababa de comer. ―La colación era la propina o los dulces, que con suerte, a veces nos preparaba.
―¿Y Rosalinde no se cansaba? ―Preguntó Carlos. ―Rosalinde fue una gran ayuda para la familia. También nos acompañaba a la escuela. Ahora es fácil llegar, pero antes no había camino ni carretera. ¡Era una odisea! A veces se convertía en un trayecto peligroso. Teníamos que cruzar el río, zonas arenosas y llenas de plantas. ¡Imaginaos los días de nieve y de lluvia o los días de intenso calor! Además, teníamos que ayudar a Tomás, que aunque ya no está con nosotros, recordaréis que estaba en silla de ruedas.
―¿Y no se os quitaban las ganas de ir a la escuela? ―Preguntó Teresa, que hasta ese momento, parecía no haber estado prestando atención a la historia. ―Por supuesto que no. Nos encantaba ir a la escuela, y siempre que podíamos, lo hacíamos. Nos gustaba mucho aprender cosas nuevas y estábamos convencidos de que aquello nos ayudaría a tener un futuro mejor. ―¡A mí también me gusta el cole! ―Exclamó Carlos.
―¡Eso es fantástico! ―le sonrió Juana―. Además, tendrás muchos amigos y amigas. En mi época, si hay algo en lo que teníamos suerte, es en que nuestra escuela era mixta. ―¿Qué significa que era mixta, abuela? ―preguntó Susana. ―Que íbamos juntos a clase los chicos y las chicas. Esto no pasaba en muchos colegios; los chicos iban a escuelas diferentes a las de las chicas y aprendían cosas distintas. ―En mi clase somos más chicas, pero yo me siento con Álvaro, y nos ayudamos mucho ―explicó Susana.
―Mi escuela tenía otra característica, y es que no estábamos separados por edades, y por eso éramos muchos. Creo recordar que en las épocas en que no se podía trabajar en el campo, llegábamos a ser alrededor de cincuenta niños y niñas. ―¡Yo sé contar hasta treinta sin equivocarme, abuela! ¡Y eso es mucho! ―anunció el pequeño Carlos. ―Entonces tendrías muchos maestros ―afirmó Susana.
―Solo teníamos una maestra. Tuvimos mucha suerte. Se llamaba María. Hacía poco tiempo que las mujeres, después de mucho tiempo de lucha y reivindicaciones, habían empezado a estar más presentes en la vida pública. María era una de esas mujeres luchadoras; vino de la ciudad con un gran interés y entusiasmo por mejorar nuestra escuela y nuestra educación. Antes de estar con nosotros, nos contó que había ido a conocer las mejores escuelas del extranjero para aprender a ser una mejor maestra. ¡Aprendimos mucho con ella! Recuerdo que hicimos experimentos para conseguir luz, porque como no teníamos electricidad en la escuela, cuando estaba el día nublado no podíamos leer, escribir, dibujar, jugar ni trabajar bien. ―¿No había luz? Entonces, ¿no teníais televisión ni ordenadores? ―preguntó Susana con cara de incredulidad. ―No, Susana. Tuvimos que fabricar nuestros propios materiales, porque teníamos muy pocos. María nos organizaba, y los mayores ayudábamos a los más pequeños en las actividades. Tampoco teníamos muchos libros. Recuerdo cuando María nos acompañaba a la biblioteca circulante que venía de vez en cuando por el pueblo, además
de al cine o al teatro que traían los maestros y las maestras de las Misiones Pedagógicas. Pero esto ya os lo cuento otro día, que pronto hay que ir a dormir.
―¡Jo, abuela, te quedas en lo más interesante! ―se quejó Susana―. De todos modos no puedo imaginarme una clase con niños y niñas de todas las edades, ¡ni a los chicos y las chicas separados! Tampoco me imagino una escuela sin electricidad, ¿dónde enchufaríamos la pizarra digital? ¿Y ese camino tan difícil para ir al colegio?
Teresa, que desde hace un rato escuchaba atenta la conversación, expuso una reflexión. ―No es tan raro. Hace poco nos contaron en el instituto que aún hoy, en diferentes lugares del mundo, sigue siendo difícil acceder a una buena educación. Hay sitios en que los niños y las niñas tardan horas en llegar a la escuela, y tienen que atravesar montañas, valles y zonas donde habitan animales peligrosos. Imaginaos lo difícil que habría sido para Tomás poder ir al colegio. También nos contaron que en muchas de estas escuelas tampoco hay luz ni calefacción y que los niños y las niñas deben compartir los pocos materiales que tienen. Hay lugares en los que se trata de forma diferente a los niños y a las niñas, y también están separados. Y no olvidemos que gran parte de la población infantil no acude a la escuela porque tiene que trabajar para ayudar a su familia ―todos miraban a Teresa asombrados.
Así es, Teresa ―asintió Juana―. Lo más importante es que entienden que la educación es la mejor manera para lograr el desarrollo y la transformación de su entorno. Por eso, es importante trabajar todos juntos para garantizar una educación de calidad y accesible a todos los niños y las niñas, en todas las partes del mundo, independientemente de sus capacidades, de su cultura y de si son mujeres u hombres. Os he contado mi infancia, pero como dice Teresa, lo que aquí son hoy tiempos pasados, en otros lugares es todavía una realidad, sin olvidar que en nuestro país hay aún mucho por trabajar y mejorar.